Arqueología

Arqueología

castillos-de-arenaEste verano unos niños jugaban en la playa. Les miraba como quien miraba las llamas en la chimenea. Y pensaba en esas tonterías que se piensan al calor del fuego. Y me preguntaba cómo es posible que se olvide la ubicación de las pirámides de Egipto, de Machu Pichu o la ciudad Persépolis. Cómo es posible que se hundan en el tiempo civilizaciones enteras con sus conocimientos incluidos. Cómo todavía Stonehenge son unas piedras con teorías sobre ellas, las cabezas de Rapa Nui siguen siendo horas de debate o qué bicho raro dibujó las Líneas de Nazca. Cuántas otras tantas grandes creaciones han existido y no se han descubierto todavía.

Y me pregunté… dónde me encontraba y dónde fue a parar “aquel yo” que era capaz de disfrutar horas con un cubo y una pala bajo el sol de agosto. De hacer y rehacer el mismo castillo de arena tantas veces como olas lo visitaban. De no tener hambre, ni prisa, ni cansancio, ni sueño.

Dónde aquél que clavaba un palo de chupa chup arrugado y un plástico con forma de bala asignándoles la misión de proteger la fortaleza del ataque de un par de conchitas, una colilla y tres chapas de botella de refresco que eran los “malos”.

Dónde se fue la insensibilidad de la molesta arena en el pelo, entre los dedos de los pies, incrustada en las uñas de la mano que solo molestaba cuando algún grano caía en el ojo y me lo intentaba sacar arañando con más arena de mi mano el lagrimal, exfoliándome el iris y la esclerótica.

Cuándo empezó a molestarme el polo chorreando por mis manos, cuándo comenzó a darme asco compartir chupadas de colajet con mis amigos, con mis hermanas, con cualquiera que me pidiese aunque le cayesen dos velas que buscaban el fresquito del agua de la orilla. Saltar las olas sin darme cuenta que estaba a 200 metros de donde empecé la competición; escuchar a mi madre a lo lejos haciendo aspavientos; no comprender ni cómo había llegado allí, ni cuál era la angustia de ella, ni por qué me llevé semejante reprimenda solo por saltar olas.

Subía al coche con la arena de las zapatillas pegada a ella. Me gustaba descubrir la marca de mis suelas con el palito de chupachup que me había guardado junto a la extraña bala hueca de plástico. Poco a poco aparecía una “s”, una “d”, una “a”, hasta que salía “Paredes”. Era curioso observar cómo la arena que caía a la alfombrilla del coche, al día siguiente no estaba. Era mágico.

Llegar a casa, descalzarse, entrar en la bañera, salir limpio, volver a pisar donde me había descalzado, volver a llenarme de arena las plantas de los pies, andar por el pasillo notando el cric cric de los granitos, escuchar a mi madre…

De vez en cuanto me gusta mirarlos a ellos como al fuego. Observarles. Entrar en su burbuja de juegos, de risas y de futuro despreocupado. Coger cepillo, rasqueta y cedazo y hacer arqueología de mis sentimientos. Volver a descubrir aquello que fui y asombrarme de nuevo y preguntarme cómo fue posible que semejante maravilla se perdiese con el paso del tiempo.

Esteban 2.0.

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